Consigna: escribir un cuento que incluya: -1 objeto con un jeroglífico
-1 perro negro
-1 objeto filoso
-1 enano
-1 reloj antiguo
-1 espejo roto
Que el Narrador o Narradora sea interno, en 1° persona.
La visita menos pensada
No es que ellos no lo fueran: siempre fueron personas extrañas, reservadas al punto de que sus vidas fueran un misterio absoluto hasta para sus propios descendientes. De hecho los veiamos muy poco, solo una o dos veces al año durante nuestra temprana infancia.
A mi hermano mayor siquiera le permitían el acceso a su casa: padecía acondroplasia, motivo por el cual desarrolló enanismo. Y eso, para ellos, era una aberración.
Si, lo sé, no eran muy buenas personas.
Aquél año, sin embargo, algo cambió.
Durante aquél invierno mi abuelo murió. Jamás se nos notificó el porqué de su muerte, mucho menos hubo un velorio (y si lo hubo, no estuvimos invitados).
Mi padre, su hijo, lo comentó en una cena familiar sin darle realmente una gran relevancia: para él, como para todos nosotros, ellos eran completos desconocidos.
Pasado un tiempo recibimos una carta de mi abuela: pedía -o más bien, exigía- mi presencia en su vieja, descolorida y casi medieval casa.
No es necesario aclarar que estuve en desacuerdo desde el primer momento. Dudaba seriamente de las capacidades para ser abuela de una mujer que jamás me había saludado en mi cumpleaños y que detestaba a mi hermano por su estatura.
Mi padre, sin embargo, me imploró que cumpla el "pedido" y prometió una pequeña suma de dinero a cambio. Y finalmente, luego de mucha insistencia, accedí.
Llegué a la casa un sábado por la mañana. Cuando toqué la puerta fui inmediatamente recibida por un can de pelo negro que, muy juguetón, saltó sobre mi exigiendo atención. Pensé, entonces, en cuántas veces mi padre me había contado que jamás había podido tener una mascota de niño: mis abuelos detestaban a los animales.
Detrás del perro, salió mi abuela.
O eso creí.
Ella me dió un fuerte abrazo y luego me metió en su casa sobando cariñosamente mi espalda.
La vieja casa estaba tal como la recordaba: el inmenso reloj antiguo que resonaba poderoso cada media hora, las vasijas egipcias repletas de jeroglíficos que mi abuelo había traído de una expedición a El Cairo, su polvorienta colección de cuchillos y espadas que adornaban la pared junto con cabezas de animales que había "ganado" en sus torneos de cacería. Eso último siempre lo encontré realmente desagradable.
-¡Te eché tanto de menos! Ya nunca vienes a visitarme -dijo eufórica. Y yo me estremecí, porque era la primera vez que oía su voz en casi veintidós años.
Me llevó a la cocina, dónde me sirvió té y me ofreció galletas recién horneadas por ella misma. Y entonces recordé que jamás la había visto cocinar: la comida en esa casa siempre había sido preparada y servida por alguno de sus muchos criados.
-Han sido unas semanas realmente maravillosas -dijo mientras suspiraba y dejaba salir una sonrisa dulce.
Aunque claro, dado que su esposo había muerto en circunstancias no aclaradas hacía poco tiempo, su sonrisa me transmitió todo menos dulzura.
La tarde transcurrió de manera amena. Había, sin embargo, comentarios que me estremecían un poco. Sencillamente ella parecía no saber que su esposo había muerto.
Me pidió que le cuente todo sobre mí: mis pasatiempos, mis gustos. Todo.
Cuando anocheció y anuncié que sería lo mejor irme, me preparó las galletas sobrantes para que me las lleve y me acompañó hacia la entrada. Fue entonces cuando observé, en un viejo espejo algo roto ubicado en el salón, su reflejo. Y junto a ese reflejo había, sobre una repisa, una fotografía muy amarillenta de mis abuelos en uno de sus tantos viajes.
La foto estaba corroída por el paso del tiempo y el reflejo estaba algo difuso por la rotura del espejo, pero algo era seguro:
Esa no era mi abuela.
Sin embargo, volví a visitarla la semana siguiente. Me agradó.
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