Consigna: A partir del microcuento que escribieron (o que van a escribir): hacer 3 versiones del mismo, cambiando de género, o llevándolo a un género que les interese.
Microcuento original: La vida que tendrás
Microcuento original: La vida que tendrás
1. Carta a la abuela
El género es realista al igual que el original, pero se cambia el punto de vista.
El género es realista al igual que el original, pero se cambia el punto de vista.
10 de marzo, 1956.
Provincia de Buenos Aires.
Provincia de Buenos Aires.
Viejita mía:
¿Cómo andás? ¿Cómo te trata todo esto? Yo acá, por suerte, estoy bien.
Me entristeció mucho haber tenido que dejarte. Lo que mas extraño son tus mates, jamás podré cebar unos iguales. Acá sólo un hermano toma mate, el más viejo de todos, pero siempre están lavados y quema la yerba. Yo se los acepto igual, porque vos me enseñaste a ser educado.
Quedate en casa, viejita. No chusmees mucho con las vecinas, guardate. Me gustaría estar ahí para cuidarte, pero sé que te estoy cuidando más si estoy acá, lejos tuyo y de todos los que quiero.
Acordate de dar vuelta el cuadro de Evita cuando tengas visitas, no importa quién sea. Sé que no te gusta la imagen de la Virgencita que hay del otro lado, pero es mejor así.
Cuidate viejita, hacelo por mi.
Te amo como ayer, como hoy y como mañana.
Yo, tu nieto.
2. El viejo monasterio
El género es terror.
Los días son pacíficos. Tranquilos. Casi no hay ningún sobresalto para aquellos que habiten el viejo monasterio. Las noches, sin embargo, son muy distintas.
Pasada la medianoche, los pisos de mármol blanco sólo están alumbrados por las tenues lumbres de las velas. En las paredes se dibujan las sombras de los pocos muebles que adornan el convento. Las figuras que diurnamente se distinguen como angelicales e infantiles no lo son tanto en la penumbra. Casi son tétricas.
Apenas si se oye el viento golpeando los postigos de madera que cubren las ventanas. Los corredores están totalmente desolados. El más mínimo de los ruidos parecería un gran estruendo.
La temperatura en aquellas inmensas habitaciones de techos altísimos parece inclusive menor a la que hay en el exterior.
Los monjes que allí habitan saben que el ruido no está permitido durante las noches. Tampoco el exceso de luz. Estas reglas son cumplidas estrictamente por todos ellos, sin excepciones.
Los monjes que allí habitan duermen durante el día y despiertan durante la noche. Sus labores se realizan solamente durante ése horario. Esta regla es cumplida estrictamente por todos ellos, sin excepciones.
Nadie los ha visto rezar jamás, sus misas son privadas y nadie más que ellos puede acercarse al monasterio a menos de un kilómetro de distancia. Nadie tampoco los ha visto salir de allí. Jamás.
Los rumores indican que debajo del monasterio hay algo. Algo que nadie ha visto ni oído, pero que existe. Algo que no es de éste mundo. Y todo lo que se interpone entre nosotros y eso es ese viejo monasterio.
Es un secreto tan aterrador y escalofriante que tan sólo de ser nombrado logra que la piel se erice y la sangre se congele. Una maldición, dicen, que ellos han aceptado cargar con tal de proteger al resto de nosotros.
Los días son pacíficos. Tranquilos. Casi no hay ningún sobresalto para aquellos que habiten el viejo monasterio. Las noches, sin embargo, son muy distintas.
El género es terror.
Los días son pacíficos. Tranquilos. Casi no hay ningún sobresalto para aquellos que habiten el viejo monasterio. Las noches, sin embargo, son muy distintas.
Pasada la medianoche, los pisos de mármol blanco sólo están alumbrados por las tenues lumbres de las velas. En las paredes se dibujan las sombras de los pocos muebles que adornan el convento. Las figuras que diurnamente se distinguen como angelicales e infantiles no lo son tanto en la penumbra. Casi son tétricas.
Apenas si se oye el viento golpeando los postigos de madera que cubren las ventanas. Los corredores están totalmente desolados. El más mínimo de los ruidos parecería un gran estruendo.
La temperatura en aquellas inmensas habitaciones de techos altísimos parece inclusive menor a la que hay en el exterior.
Los monjes que allí habitan saben que el ruido no está permitido durante las noches. Tampoco el exceso de luz. Estas reglas son cumplidas estrictamente por todos ellos, sin excepciones.
Los monjes que allí habitan duermen durante el día y despiertan durante la noche. Sus labores se realizan solamente durante ése horario. Esta regla es cumplida estrictamente por todos ellos, sin excepciones.
Nadie los ha visto rezar jamás, sus misas son privadas y nadie más que ellos puede acercarse al monasterio a menos de un kilómetro de distancia. Nadie tampoco los ha visto salir de allí. Jamás.
Los rumores indican que debajo del monasterio hay algo. Algo que nadie ha visto ni oído, pero que existe. Algo que no es de éste mundo. Y todo lo que se interpone entre nosotros y eso es ese viejo monasterio.
Es un secreto tan aterrador y escalofriante que tan sólo de ser nombrado logra que la piel se erice y la sangre se congele. Una maldición, dicen, que ellos han aceptado cargar con tal de proteger al resto de nosotros.
Los días son pacíficos. Tranquilos. Casi no hay ningún sobresalto para aquellos que habiten el viejo monasterio. Las noches, sin embargo, son muy distintas.
3. La entrega
El género es suspenso.
Se había enamorado.
Él, que hacía tan poco tiempo había jurado sus votos solemnes, renunciando así a toda posibilidad de permitirse sentir algo como el amor. Y ahora lo estaba sintiendo.
Había sido una casualidad, una burda y súbita casualidad que rompió con todo aquello que él había previsto en su estructurada vida que lo unía desde hacía ya unos meses a Dios.
Al monasterio sólo entraba una persona además de los monjes: una vieja señora que viajaba muchísimos kilómetros en una carreta una única vez a la semana para llevar alimentos. Pero aquella tarde en la que a él le tocó recibirla, ella no estaba. Una enfermedad repentina hizo que una joven, él dedujo que su hija, la reemplazara.
Y su hija era bellísima. No sólo bellísima, sino también ridículamente simpática y agradable. Le había hecho reír una docena de veces en escasos quince minutos. Y cuando ella salió de allí despidiéndole con una amplia sonrisa, supo que se había enamorado.
¿Qué iba a hacer? ¿Renunciar a sus votos, tan recientemente tomados, arriesgándose a no solo recibir la ira de su Dios sino también la ira de sus hermanos? ¿Y si ella ya estaba casada? ¿Y si tomaba una decisión tan definitiva y terrible como esa por amor y ella no le correspondía? Había una infinidad de preguntas y ninguna respuesta, o no una totalmente certera, al menos.
Decidió esperar una semana. Si la volviera a ver quizás podría responder esas preguntas.
Y eso hizo. Esperó.
Durante esa semana los días se hicieron muchísimo más largos de lo que habitualmente eran. Las preguntas se multiplicaban y lo atacaban al momento de cerrar sus ojos para intentar dormir. Se hallaba distraído, ensimismado en la llegada de aquél día.
Cuando llegó aquél lunes finalmente, y divisó la carreta a lo lejos acercándose por el angosto camino de tierra, su corazón comenzó a latir fuertemente. Tragó saliva y respiró profundo.
La carreta se detuvo en la puerta del monasterio, y de ella bajó la vieja señora. La madre.
Le entregó los alimentos y se disponía a retirarse cuando él, nervioso, la interrogó:
-Su hija, la joven que vino aquí la semana pasada. ¿Volverá?
La mujer frunció el entrecejo, demostrando tanto curiosidad como extrañamiento.
-Yo no tengo ninguna hija, y nadie vino a hacer la entrega de la semana pasada.
Él, que hacía tan poco tiempo había jurado sus votos solemnes, renunciando así a toda posibilidad de permitirse sentir algo como el amor. Y ahora lo estaba sintiendo.
Había sido una casualidad, una burda y súbita casualidad que rompió con todo aquello que él había previsto en su estructurada vida que lo unía desde hacía ya unos meses a Dios.
Al monasterio sólo entraba una persona además de los monjes: una vieja señora que viajaba muchísimos kilómetros en una carreta una única vez a la semana para llevar alimentos. Pero aquella tarde en la que a él le tocó recibirla, ella no estaba. Una enfermedad repentina hizo que una joven, él dedujo que su hija, la reemplazara.
Y su hija era bellísima. No sólo bellísima, sino también ridículamente simpática y agradable. Le había hecho reír una docena de veces en escasos quince minutos. Y cuando ella salió de allí despidiéndole con una amplia sonrisa, supo que se había enamorado.
¿Qué iba a hacer? ¿Renunciar a sus votos, tan recientemente tomados, arriesgándose a no solo recibir la ira de su Dios sino también la ira de sus hermanos? ¿Y si ella ya estaba casada? ¿Y si tomaba una decisión tan definitiva y terrible como esa por amor y ella no le correspondía? Había una infinidad de preguntas y ninguna respuesta, o no una totalmente certera, al menos.
Decidió esperar una semana. Si la volviera a ver quizás podría responder esas preguntas.
Y eso hizo. Esperó.
Durante esa semana los días se hicieron muchísimo más largos de lo que habitualmente eran. Las preguntas se multiplicaban y lo atacaban al momento de cerrar sus ojos para intentar dormir. Se hallaba distraído, ensimismado en la llegada de aquél día.
Cuando llegó aquél lunes finalmente, y divisó la carreta a lo lejos acercándose por el angosto camino de tierra, su corazón comenzó a latir fuertemente. Tragó saliva y respiró profundo.
La carreta se detuvo en la puerta del monasterio, y de ella bajó la vieja señora. La madre.
Le entregó los alimentos y se disponía a retirarse cuando él, nervioso, la interrogó:
-Su hija, la joven que vino aquí la semana pasada. ¿Volverá?
La mujer frunció el entrecejo, demostrando tanto curiosidad como extrañamiento.
-Yo no tengo ninguna hija, y nadie vino a hacer la entrega de la semana pasada.
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